viernes, 18 de septiembre de 2015

La tentación que no cesa

Incapaz de mantener el pico de forma más allá de unas pocas semanas, me he vuelto a dejar llevar por mi inclinación natural hacia la flojera. Es el enemigo que llevo dentro, una sombra que siempre acecha. Ni en los días de gloria de Anglirus y Arimegortas. Ni en las rachas triunfales de rodillo. Nunca desaparece del todo; es la tentación que no cesa.
Cómic de Blueberry, manta y Cola Cao con galletas. ¿Para qué
levantarse de la cama a hacer el indio? (imagen: Dargaud)

La vagancia me persigue implacable; y por más que corra, por más que me entrene, sé que más pronto o más tarde me ha de alcanzar. Puedo tratar de engañarme. Jugar a ser deportista. Buscar motivación en gestas ajenas. Pero uno es lo que es; y lamentablemente yo llevo escrito en los genes el gusto por la pasividad.

No es que esta querencia al sofá, la lata de cerveza y los docurealitys de televisión me inhabilite de forma absoluta para darle al pedal y defenderme con cierto decoro sobre la BH. De hecho, y amparado en el anonimato de este blog marginal, me atreveré a decir que --a escala globera-- me tengo por un escalador bastante decentillo.

Lo que ocurre es que, a diferencia del cicloturista tipo –o por lo menos, de la idea que me hago yo del mismo-- , para mí la bicicleta no es una necesidad natural. Me lo paso bien y tal; pero para ser franco, he de reconocer que la mayor parte de las veces, preferiría quedarme en la cama leyendo un tebeo de Blueberry, que levantarme a las siete de la mañana a pasar frío y hacer el indio subiendo cuestas de cabras.

¿Y por qué coño lo hago, entonces? ¿Acaso será fruto de un masoquismo reprimido? ¿Y si en realidad soy un ultrafondista en potencia y mis capacidades están aún por explotar? ¿O simplemente será que soy tonto del culo?

Podría reflexionar y pensar profundamente en ello; rebuscar en lo más hondo de mi alma tratando de discernir la verdad. ¿Pero para qué? Eso no va a cambiar la triste realidad de una mediocre temporada cicloturista y de la falta de expectativas para los próximos meses.

Tal y como están las cosas, igual voy a lo fácil y me compro una bici nueva. Seguro que una inyección de euforia consumista vendría bien a mi alicaído espíritu. Aunque, ¿no entraría esto en contradicción con la filosofía precaria de mi existencia globera? Pues no sé.
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miércoles, 22 de julio de 2015

Fracaso pirenáico

Kilómetros recorridos: cero. Desnivel acumulado: cero. Litros de gasolina malgastados: 45 (más o menos). Euros dilapidados: pongamos que 80. Impresionante balance el de mi última (y fallida) expedición ciclista a los Pirineos. El ridículo fue absoluto; aunque acostumbrado ya a que mis planes deportivos fracasen uno tras otro, la cosa no me cogió por sorpresa y asumí el revés con preocupante indiferencia. Al final, uno se deja llevar por donde la vida le lleva, y acaba incluso resignándose a la rutina de la frustración.

Típico ejemplar de campista profesional. Su pericia le
permite prescindir de posavasos. (desmotivaciones.es)

El caso es que mi programada estancia de tres días en Otxagabia (Navarra) para rememorar pasadas gestas globeras en los colosos del Pirineo occidental se torno en una visita relámpago al camping de Osate. Apenas instalado en el bungalow tras más de tres horas de viaje --el inevitable despiste con el GPS prolongó la duración del trayecto desde Vitoria--, un contratiempo familiar me obligó a marcharme por donde había llegado. Mis explicaciones al encargado de la recepción no me libraron de una penalización de veinte euros por la reserva, aunque al menos no me cobraron los 43 euros de tarifa diaria oficial por la ocupación de la cabaña.  

Al final, el viaje se redujo a un pelearse y volverse a pelear con el portabicis; a un ir y volver con el Megane; a una frustrante experiencia en la que el decaimiento y la apatía arrasaron toda ilusión. No hubo escaladas agónicas a Bagargi ni Larrau. No hubo tortura en Errozate. No hubo dolor y sufrimiento sobre el asfalto. Ni aventura; ni diversión. Sólo sordo vacío, claudicación y desgana.

Sombrías reflexiones al margen, la brevísima estancia en el camping me permitió disfrutar de las habituales estampas de estos recintos, en los que el espíritu aventurero convive con el dominguerismo. La minitienda del montañero pugna por su espacio vital con la gigantesca carpa, la tumbona y la nevera portátil del aficionado a la barbacoa, en un contraste que se repite con los vehículos aparcados en el campamento. Abundan las autocaravanas de lujo, con sus antenas parabólicas; pero también los utilitarios o las furgonetas acondicionadas para la vida campestre.

Lo que se salía de lo habitual era un viejo camión Pegaso aparcado en una parcela del campamento. Preparado como autocaravana todoterreno, era un cacharro espectacular, que no desentonaría entre los engendros mecánicos que pueblan el universo de Mad Max. En serio lo digo, el Pegaso parecía perfectamente preparado para desenvolverse con soltura entre las ruinas y desiertos de ese mundo posapocalíptico de gasolina, demencia y aniquilación de El guerrero de la carretera. Aunque me cuesta, refrenaré mis impulsos y no abundaré en el tema, pues la cuestión esta de los monstruos de cuatro ruedas y las pesadillas nucleares ya ha sido objeto de numerosos --excesivos, seguramente-- comentarios en este blog o en el extinto Dandochepazos


El Pegaso del camping era más o menos así. Iba a hacerle una
foto, pero fui dejándolo y al final pasó lo que pasó. (el4x4.com)
En Osate me topé con ejemplares típicos de la fauna deportivo-campista, como una cicloturista con apariencia de prejubilada con un maillot de la Quebrantahuesos. Otro ejemplo de este submundo con el que me crucé en la cafetería del camping fue un joven con pinta de corredor de montaña (ya saben, trail runner). Este también lucía camiseta de una prueba deportiva, aunque en este caso la serigrafía incluía un clásica proclama 'abertzale' que, dada la conflictividad del asunto y visto como se las gastan con los comentarios de algunos en la red, me abstendré de citar aquí.

Este chaval fue uno de los parroquianos junto a los que presencié, en el bar del camping, el final de la etapa del Tour que acabó en La Pierre Saint Martin. Sí, esa en la que el molinillo de Froome alcanzó cotas suprahumanas y, salvo sorpresa en forma de chuletón enriquecido o contaminación por EPO vía Espítitu Santo, dejó la carrera sentenciada, sin emoción, en modo sopor. O sea, como casi siempre en el Tour. Uno, que gusta de ir atrancado y abusando de desarrollo, no puede por menos que admirar esa capacidad del famélico ciclista para mover las bielas cual turbohélice. No sé cómo hará para no vomitar el corazón en el intento, aunque --vista la trayectoria de casi todos los campeones ciclistas de los últimos años-- me hago una idea.

No dio para mucho más mi expedición ciclista a los Pirineos. Bueno, sí; para que al regresar a Vitoria volviera a liarme con el GPS y casi me estampara con otro coche al tratar de coger una salida de la autovía en el último momento.
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domingo, 12 de julio de 2015

Regreso y confesión. Un registro limitado


Al final, ya casi perdida toda esperanza, me ha dado por volver a escribir algo. También por volver a andar en bici, algo. Aprovechemos este destello de energía y añadamos un nuevo capítulo a este intermitente anecdotario sobre cicloturismo de perfil bajo.

Barracones y Land Rover: hermosa pieza del 'Agro Art'
decadente y un clásico de Cicloturismo Precario.
El capítulo, en el que el lector no encontrará rastro alguno de épica, es el relato de una reciente salida hacia Carranza –ahora, Karrantza--. La ruta era fácil, porque ni mis fuerzas ni el estado del neumático trasero –cuya vida útil estaba estirando más allá de lo razonable-- permitían muchas alegrías con los desniveles o el kilometraje. No, nada de rampas hormigonadas con pendientes de doble dígito, ni de puertos de gran calibre; no fuera que mi exiguo vigor o la ajada cubierta de la BH me dejaran tirado en las soledades del occidente vizcaíno.

El recorrido se limitó a un paseo en bicicleta con el Alto de la Escritapor ambas vertientes--, Lanzas Agudas y La Tejera como discretos hitos altimétricos. Ni sé cuántos kilómetros fueron –pocos, en todo caso--. El desnivel acumulado sí que lo sé –al menos de forma aproximada--, porque he consultado los perfiles de las subidas en Altimetrias.net. Parece que fueron unos mil metros, más o menos; aunque con pendientes llevaderas en su mayor parte.

Sin gestas ciclistas ni agonías de globero que reseñar, habrá que echar mano de cualquier detalle de la ruta para poder cubrir el expediente, y --cual reporterillo local estira el chicle de la irrelevancia informativa-- rellenar unas cuantas líneas más en este regreso al activismo bloguero. Se me viene a la mente un pabellón abandonado y a medio construir con el que me topé en mitad de un valle de montaña. Y también un viejo Land Rover aparcado junto a una chabola, entre chatarras varias y oxidados utensilios rurales. Como tengo fijación por estas cosas, tampoco puedo dejar de reseñar el Simca 1.200 que, camino a Lanzas Agudas, observé bajo el cobertizo de algún pueblerino.
Los descampados y caminos vecinales eran el hábitat natural de
esta obra cumbre de la ingeniería  automovilística. (forocoches.com)

Y aquí es donde me detengo para dedicar unas líneas a este cochecillo por el que, a saber por qué razón, siempre he sentido una cierta simpatía. Era el Simca 1.200 –al parecer, una versión del modelo 1.000, el de la canción de Los Inhumanos--un vehículo de uso frecuente en los ambientes de la Bizkaia rural –al menos en la que yo conocía-- de hace un cuarto de siglo o así. Por aquella época ya era un coche bastante antiguo, así que se utilizaba como vehículo de batalla para todo tipo de trabajos sucios: principalmente, el transporte de fardos, utensilios de labranza y perros pulgosos. También creo recordar haberlo visto emplear en tareas menos ingratas, como para el traslado de lugareños a las verbenas de pueblo: esos aquelarres alcohólicos en los que el trasiego de vino peleón y los pasodobles conforman una nebulosa de pesadilla en las mentes de los parroquianos.


Pero veo que lo he vuelto a hacer, y que lo que iba a ser una crónica ciclista se ha convertido en un dislate sobre barracones perdidos, coches oxidados, alcohol y miseria. Estaría bien tener un registro menos limitado y poder escribir sobre otras cosas. Pero no me sale.
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