sábado, 23 de agosto de 2014

Avería mortal

   Con aquella barba, la mirada hosca y su harapienta indumentaria, la facha de aquel lugareño invitaba a cualquier cosa menos a dirigirle la palabra. Allí plantado, en el umbral de la cochambrosa casona, despedía un hedor nauseabundo, y parecía sumido en un profundo estupor. El rústico individuo tenía todas las trazas de un atrapado mental, víctima quizá de los rigores de una vida de solitario alcoholismo o --quién sabe-- tal vez de una genética envenenada por generaciones y generaciones de endogamia y aislamiento.

   A la vista del simiesco personaje, no pude por menos que recelar de sus intenciones. Si algo había aprendido en mis maratones de cine gore, era que lejos de constituir un remanso de tranquilidad, el mundo rural adquiere con demasiada frecuencia tintes de bestialidad. Las enseñanzas de La Matanza de Texas, Las Colinas tienen ojos y otros joyas cinematográficas de horror rural eran claras: no te fíes de los pueblerinos, que a poco que puedan te parten la columna de un azadazo. Con tales masacres fílmicas como único referente antropológico sobre los habitantes del agro, era lógico que no las tuviera todas conmigo respecto a semejante bruto.
El mal vino y la endogamia llevan a
la degeneración y el embrutecimiento. 

   Pero eran aquellos unos tiempos difíciles, en los que el cicloturista tenía que apañarse sin cuadros de carbono ni piñones de 32 dientes. Y en esa lejana época, además de derrengarnos sobre pesadas monturas de acero    --una vieja Orbea Altube, en mi caso--, los globeros estábamos abocados a quedarnos tirados en cualquier cuneta al mínimo percance. Porque en aquella inhóspita era, sin smartphones ni GPS, uno estaba vendido en caso de avería o extravío. Sobre todo si --como era el caso-- te encontrabas en una pista perdida en mitad de la nada, entre bosques de maleza, chabolas y vertederos clandestinos. De modo que con la cadena de mi bicicleta partida, y sin herramientas con los que acometer la reparación, no me quedaba otra que superar mis miedos e implorar al aldeano.

   —Oye, no tendrá usted un teléfono para llamar a mi padre; es que se me ha jodido la bici.

   Por toda respuesta, el morador de aquel tenebroso caserío señaló con el dedo hacia el interior del inmueble, donde una bombilla colgada de un cable brillaba al fondo de un pasillo. Giré la cabeza y eché una ojeada a la Orbea, que yacía --inútil-- sobre la pista de cemento que pasaba junto al edificio. Resignado, di un paso al frente y me adentré en lo desconocido.

ESPANTOS PRIMIGENIOS

   Precedido por mi desaliñado anfitrión, avancé por el pasillo. A cada nuevo paso, la madera del suelo crujía de forma preocupante, y en más de una ocasión, tuve que rodear los agujeros que se abrían en la podrida tarima. Aquellos abismos de oscuridad, en los que apenas se adivinaba la estancia inferior de la casa, se parecían demasiado a los pozos de espantos primigenios de los relatos de Lovecraft. ¿Qué horribles horrores se escondían allá abajo? ¿No acecharían en semejante tiniebla horrendas criaturas y seres informes? Aquello, ciertamente, no parecía muy probable; aunque la realidad más prosaica podía resultar tan peligrosa o más que todas esas paparruchas literarias. Después de todo, no hacía falta de un engendro preternatural para liquidar a uno; bastaba con caerse por uno de aquellos boquetes y con ensartarse en una estaca, rastrillo o en cualquiera de esos objetos punzantes tan del gusto de todo labriego.

Hazme caso, chaval; te conviene llevar un
tronchacadenas en la bici. (reciclone.blogspot.com)
   Sorteado el último agujero del pasillo, llegamos por fin a la habitación iluminada. Se trataba de una especie de sala de estar, aunque en ella no había lugar a las comodidades propias de este tipo de estancias. Un sillón con los muelles asomando entre la tapicería y un televisor instalado sobre unas cajas de cerveza eran las únicas concesiones al confort que había allí.

   —¿Y el teléfono? —pregunté, dándome la vuelta en dirección a mi interlocutor.

   Éste tampoco se dignó contestarme en esta ocasión, y se limitó a hacer un gesto con la cabeza, apuntando hacia un rincón del cuarto. En aquel ángulo, sobre el carcomido entarimado, había una trampilla de madera. La portezuela, que apenas se elevaba unos centímetros sobre el nivel del suelo, estaba cerrada con un pestillo oxidado.

   No había que ser ninguna lumbrera ni un experto en películas de montañeses homicidas para ver que algo no marchaba bien. ¿Cómo demonios iba a haber un teléfono allí abajo? ¡Pero si lo más seguro es que en aquel sótano no hubiera más que boñigas de vaca y restos herrumbrosos de maquinaria agrícola!

SIN HILO DENTAL

   Con los sentidos en guardia, traté de escrutar el semblante de aquel hombre, en un intento de descifrar qué es lo que bullía en su ofuscada mente. Fue en vano, aquella mascara no reflejaba expresión alguna. La única información que extraje de mi examen fue que debía andar falto de cepillo e hilo dental, porque sus incisivos estaban cubiertos de costrosas placas de suciedad.

   Cual pasmarotes, permanecimos unos instantes el uno frente al otro, inmóviles y expectantes; hasta que el paleto rompió aquella tensa quietud dando un paso al frente. A apenas un palmo de distancia, el fétido aliento de su boca saturaba mis fosas nasales. El pánico hizo presa en mí... Y también la repulsión. Con el corazón desbocado bajo el maillot de poliéster, retrocedí un paso; y luego otro más. El tiempo parecía haberse ralentizado, como una cinta de video pasada en slow motion en el reproductor. Sin apartar la vista de aquel matarife, continué reculando, mientras él respondía a cada uno de mis movimientos con una nueva zancada.

EL CANON DEL BUEN PERTURBADO

   Otro paso más hacia atrás. Y fue el último; porque con un fuerte chasquido, el suelo se vino abajo allí donde acababa de poner el pie. Entre una lluvia de maderas rotas, fui a dar con mis huesos en el nivel inferior de aquel caserón. Dolorido por la caída, levanté la cabeza en dirección al boquete, que se encontraba varios metros por encima. El aldeano me estaba mirando. Unos instantes después, aquel despreciable rostro desapareció. Entonces escuché unos pasos que se dirigían hacia el otro lado de la habitación de arriba, y unos ruidos como de muebles que estaban siendo arrastrados. ¡Aquel enajenado estaba bloqueando la trampilla!

Potente y fiable, la motosierra no ha de faltar en
el arsenal de todo demente que se precie.
   Espantado, miré en todas direcciones en busca de una vía de escape. La situación era desesperada; si no hacía algo pronto, aquel salvaje no tardaría en aparecer con cualquier horrible artilugio con el que hacerme picadillo. ¿Qué sería en esta ocasión? ¿Una motosierra? ¿Una trituradora industrial? Demasiado bien sabía que estos degenerados no se limitan a dispararte un tiro en la sien o a clavarte un puñal en el corazón. Demasiado fácil, demasiado soso. No, la recua de matarifes agrarios que en los últimos años habían desfilado por los cabezales de mi VHS había dejado demasiado claro que las cosas había que hacerlas en condiciones. El canon del buen perturbado exigía colgarte en un gancho para que te desangres como un puerco, entre chillidos y chorros de hemoglobina, o seccionarte los miembros con un serrucho oxidado. Eso, como mínimo.

   Volví a mirar alrededor, tratando de descubrir una salida o algo con lo que protegerme del inminente ataque, pero la oscuridad sólo me permitía apreciar bultos de formas indeterminadas. Poco a poco, mi vista fue adaptándose a la penumbra, y empecé a distinguir, de forma difusa, las siluetas de algunos objetos. Aunque la agudeza visual nunca ha sido mi fuerte, enseguida fui capaz de identificar lo que en un principio no eran más que masas indefinidas: un manillar curvo por aquí, una pila de tubulares por allá; más lejos, un montón de cuadros; al otro lado, un revoltijo de cascos, botellines y piezas varias...

UN FAN DESENGAÑADO

   No había duda, estaba en el salón de trofeos de aquel maníaco. Sin embargo, aquella selección de reliquias resultaba desconcertante. Zeus, Orbea, BH, GAC... Allí sólo había bicicletas y componentes de bicicletas. ¿Dónde quedaban los automóviles? Porque, según la filmografía existente sobre este tipo de inadaptados, los cobertizos de esta gente suelen estar repletos de coches de turistas y furgonetas de universitarios a los que han dado pasaporte... Eran éstas, según tenía entendido, sus víctimas preferidas, y no los cicloturistas domingueros incapaces de arreglar una avería.

   Algo se me escapaba. ¿Habría juzgado mal a aquel individuo? ¿No sería un mecánico de bicis jubilado al que, llevado por mis prejuicios, había etiquetado sin motivo de carnicero homicida? Puede que así fuera, puede que todo tuviera una explicación razonable. Aunque... ¿Y si se trataba de un antiguo aficionado al ciclismo que, desengañado por la lacra del dopaje, se había propuesto acabar con todo bicicletero que se cruzara en su camino? Sí, sí; me daba a mí que iba a ser aquello; y por la antigüedad de algunos modelos allí almacenados, parecía que aquella cacería llevaba ya años en marcha. ¿A cuántos incautos globeros se había llevado por delante la demencial cruzada anticiclista de aquel desequilibrado?

   Un nuevo alboroto en el piso de arriba interrumpió mis reflexiones. El asesino debía estar revolviendo entre sus enseres, a la busca de algún instrumento adecuado con el que descuartizarme. Espoleado por una reavivada sensación de pánico, empecé a tantear las paredes de aquella estancia para buscar una escapatoria. Pero fue inútil;  aunque el resto del edificio se caía a pedazos, aquel sótano estaba reforzado con sólidas planchas de madera, y los tabiques no presentaban ningún punto débil por el que forzar una salida.

   De pronto, un haz de luz procedente de una esquina del techo penetró en la penumbra. Era la trampilla, que estaba siendo entreabierta por el detestable psicópata. Sin duda, ya habría elegido algún machete o taladro con el que martirizarme y se disponía a iniciar su faena. Unos instantes más tarde, la ominosa estampa de aquel hombre empezó a descender por la escalera situada bajo la trampilla...


SUBCONSCIENTE CRISPADO

   "Eso van a ser los campos magnéticos, Carlos, que no veas como se agarran a la rueda. En serio, Carlos, vas ahí, ahí, pedaleando y sufriendo; y no avanzas, Carlos, no avanzas. Entonces piensas: joe, si este puerto no era tan duro..."

¿Debe usted rellenar horas y horas de retransmisión y no tiene con qué?
 Llámenos, que ya nos las apañamos nosotros (rtve.es)
   Es la voz de Perico Delgado, exponiendo por enésima vez a Carlos de Andrés su teoría de los campos magnéticos. Esa en la que, mitad en broma mitad en serio, ofrece una estrambótica explicación sobre la insospechada dureza de algunas subidas. La disparatada gracieta, repetida una y mil veces en las retransmisiones del Tour y de la Vuelta, siempre me había sacado de mis casillas; y ahora, al parecer, había logrado incluso crispar a mi subconsciente, haciendo que me despertara de aquel sueño infernal.

   Quién iba a decirlo; por una vez en la vida, las sandeces de Perico habían servido para algo más que para rellenar minutos de retransmisión y dar tiempo a que Carlos de Andrés se coma el bocadillo durante las soporíferas jornadas llanas de las grandes vueltas. Al menos en esta ocasión, sus patochadas me habían salvado de las garras de aquel Freddy Krueger de pacotilla... De momento. Porque, ¿qué ocurrirá en la próxima cabezada a la que, inexorablemente, me llevará esta interminable etapa? Por si acaso, habrá que ir metiendo un tronchacadenas en la bolsa de la bici.

*Nota del autor: historia remotamente basada en hechos reales, elaborada a partir de una anécdota paterna 
exagerada a conveniencia.

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