domingo, 3 de noviembre de 2013

Un circuito demencial. La Bizkaia profunda (I)

   En los confines de la Bizkaia profunda, allá donde el Land-Rover impera sobre el monovolumen y jaurías de perros campan a sus anchas en cada finca, existe una buena colección de cuestas homicidas con las que todo amante del cicloturismo irracional puede satisfacer sus obsesiones altimétricas.

   Se trata de subidas cortas y explosivas, porque este extremo occidental de Euskadi no es territorio apto para los aficionados a los puertos largos y tendidos. De eso nada; en esta comarca de las Encartaciones apenas hay lugar para ascensiones tranquilas ni apacibles llaneos. Subir, bajar y vuelta a subir; es lo que hay. Eso sí, todo muy bonito, con sus verdes prados, su ganado pastando aquí y allá, sus aldeanos de boina y tractor, sus bosques y sus montañas.
Ni monovolúmenes ni leches, el Land Rover y la BH
imponen su ley en los caminos de la Bizkaia profunda.

   Con estos mimbres, resulta sencillo configurar recorridos con los que maltratar el cuerpo, reventar cubiertas y quemar los frenos. A continuación, describiré un circuito un tanto demencial, pero que es perfecto para expiar nuestros pecados terrenales inmolándonos a golpe de pedal. Demencial, decía, porque en apenas 46 kilómetros, se ascienden casi 1.900 metros de desnivel. Todo es subir y bajar, sufrir y sudar.

   La cosa comienza en el barrio de San Miguel de Arcentales, donde este que escribe suele instalar su base de operaciones globeras en vacaciones y fines de semana. Desde allí hasta El Somo son dos kilómetros a una pendiente media en torno al nueve por ciento, con una primera parte por asfalto y una segunda por hormigón. En el tramo de pista, el asunto empieza a tener su gracia, con rampas de hasta el 18 por ciento.

CHATARRA Y MALEZA

   Luego llega el turno a la ascensión a Górgolas o Campinzas, un barrio dejado de la mano de Dios al que se sube desde la carretera que une Traslaviña y Villaverde de Trucios. A diferencia de esta carretera de la que hablo, por la que a casi todas horas transitan hordas de cicloturistas, la pista que lleva al mencionado barrio es un camino solitario, por el que lo más normal es no encontrarte ni al Tato. No es de extrañar, porque son dos kilómetros de subida con una pendiente media no muy elevada --en torno a un ocho por ciento según el GPS de mi móvil chino--, pero con varias rampas que, a ojo de buen globero, deben rondar el veinte por ciento. Una casa en ruinas, bonitas vistas sobre el valle y algo de chatarra semioculta por la maleza amenizarán nuestro avance por estos andurriales.
Por estas pistas no pasa ni el tato; como te dé un tabardillo
ya puedes rezar para que alguien te encuentre.
 
   La fiesta sigue con la subida a Jornillo; cinco kilómetros y una pendiente media del 6,6 por ciento. Al igual que en el caso anterior, no es cuestión de tomarse esta escalada a la ligera, porque su engañosa altimetría oculta una traca final con una sucesión de rampas que triplican esta cifra. Justo antes de coronar, suele haber dos perracos custodiando la caseta de una finca, pero afortunadamente no dan demasiado el coñazo, y una puede pararse en el alto sin temor a ser despedazado por estas malas bestias.

   La apoteosis altimétrica continúa con el ascenso a Gordón, que comienza cerca de la Plaza de Toros de Trucios. Es un buen punto de inicio, porque lo que aguarda a quien ose tomar este desvío es una verdadera carnicería, como lo es el absurdo arte de la masacre a la que tan alegremente se entregan los friquis de la Fiesta Nacional. Tres kilómetros al diez por ciento llevarán al cicloturista hasta un barrio rural conformado por cuatro casas, una capilla y... Otra plaza de toros. Cierto es que en este caso no se trata más que de un antiguo muro de piedra circular que rodea un pedazo de campa, pero no deja de resultar indicativo de la afición que existe por estos pagos hacia esta enfermiza tradición. Uno, que es un poco cafre, suele aderezar estas subida empalmando con una pista que lleva hasta una antena. Sólo son unos 200 metros, pero así se puede disfrutar de una rampa final con una pendiente que supera el veinte por ciento.

UN EXTRA DE BRUTALIDAD

Las plazas de toros abundan en la zona; después de
todo, masacrar animales es el pasatiempo nacional.
   De vuelta a Trucios, se cruza un puente sobre el río para enfilar la ascensión al monte Posadero. La altimetría indica una distancia de 4,2 kilómetros a un 9,5 por ciento, con varios tramos al veinte por ciento. Por casualidad, descubrí que la primera parte de la subida --la más suave-- puede sustituirse por uno de esos sinsentidos tan del gusto de los amantes de los muros hormigonados. La alternativa consiste en una pista de cemento que trepa hasta una antena y que luego vuelve a conectar con la carretera principal.

   Esta opción ofrece una ración extra de brutalidad cicloturista, con dos rampas inhumanas de hormigón resquebrajado. Arriba las vistas son espectaculares, con bandadas de buitres surcando el cielo y escarpadas montañas rodeando el collado en el que acaba el cemento. Sin embargo, a esas alturas de la etapa uno no tiene el cuerpo para muchos entusiasmos paisajísticos, así que la parada en este punto suele limitarse a engullir una barrita de cereales del Eroski y a echar un trago de Isostar.

   La ruta termina con el Collado del Portillo, una ascensión de 3,2 kilómetros y una pendiente media del 8,6 por ciento que, como no podía ser de otra forma, incluye un bonito surtido de cuestas salvajes. La pista discurre por parajes despoblados, lo que no es óbice para que una nueva ermita con su inevitable plaza de toros surja, como de la nada, en mitad de aquellas soledades.



   
   

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